Ni qué decir tiene que su vida era un completo infierno. No pasaba una semana sin que algún desalmado pretendiese hacer una tortilla con su cabeza, y en más de una ocasión se le ocurrió pintar con un marcador negro una cara sonriente sobre la piel de la patata para despistar, aunque eso a las chicas no les hacía gracia.
Muchas veces se preguntaba en la soledad de su habitación si tener una patata por cabeza era algo con lo que se nacía o por el contrario se elegía, aunque no recordaba que nadie le hubiera ofrecido especies distintas. Se consolaba pensando que hubiera sido mucho peor tener un pomelo.
Su relación con las chicas era prácticamente inexistente. Tener una patata por cabeza no era, desde luego, algo que resultase atractivo en el año 2007, quizá sí en el 77 pero de eso hacía ya mucho tiempo.
El caso es que Diana, una chica de su clase, le había robado el corazón (después se supo que también le robó 35 euros, aunque eso no importa ahora). Él estaba completamente enamorado de ella, hasta tal punto que en varias ocasiones colocó algunos pequeños trozos de su cabeza-patata en los almuerzos de ella con objeto de llamar su atención. Pero de nada servían aquellos halagos, parecer ser que Diana tenía los ojos puestos en el chico remolacha (otro día os contaré la historia del chico remolacha y cómo llegó a ser un famoso ventrílocuo). Viendo que la tal Diana pasaba totalmente de él, se decidió por fin a efectuar un ataque directo y sin concesiones: esperaría a que acabaran las clases y, justo cuando ella estuviese caminando sola por cualquier callejón oscuro y húmedo, la asaltaría para decirle “¿quieres salir conmigo?”. El problema que tenía es que, dada su condición tuberculocefálica, no disponía de boca para hablar; lo cierto es que no tenía ni boca, ni nariz, ni oídos, ni ojos ni nada... joder, era una patata, ¿qué esperabais?
Pero no poder hablar no era un problema... bueno, sí lo era pero pensó que simplemente le podía escribir en un papel sus sentimientos hacia ella, y ésta al leerlos, de tan bien escritos que estarían, se enamoraría de él y ya, después, saldrían juntos y se casarían y no tendrían hijos porque no fuera a ser que tuvieran, en vez de cabezas, patatas como él. Vaya, eso podría suponer un problema a la larga, pensó.
Se encerró en su habitación para escribir la declaración de su amor a Diana durante tanto tiempo que su madre le dio por muerto y ese día hubo alegría por fin en aquel destrozado hogar.
La carta decía lo siguiente cuando fue entregada por él mismo a las manos de Diana:
“Hola, Diana, ¿qué tal? hace un bonito día, ¿verdad? Oye, el otro día me robaron 35 euros en clase, si te enteras de quién ha podido ser me lo dices, ¿vale? Sabía que podía confiar en ti, gracias.
Verás, el verdadero motivo de esta misiva es que me gustas. No sólo me gustas, no, es más que eso. Yo no puedo dejar de pensar en ti, a todas horas, incluso me despierto por las noches empapado en sudor y con la respiración acelerada porque te veo en sueños. Al llegar al cole te busco allá donde estés y te sigo a escondidas todo el día. En clase se me pone dura mirándote y oliéndote. Todos estos años he ido acumulando pelos tuyos hasta conformar una peluca que me pongo encima de la patata cuando estoy a solas. Y me masturbo, sí, me masturbo atrozmente por los suelos de la excitación que me produce esa peluca y siempre quiero más y más y más porque te amo, Diana, te amo locamente.
Y tienes que venir conmigo, ahora, en este momento, consumemos por fin el acto que tanto estoy deseando. Quiero que seas tú la primera, la primera mujer que toco en estos 28 años de sufrimiento que están a punto, estoy seguro, de terminar. Y no te importe que tú tengas 14 porque yo cuidaré de ti. No, no permitiré a esos cabrones que se te lleven de mi lado. Esta patata es más inteligente de lo que nunca nadie supo. Ven conmigo, no temas. Ven. Ven conmigo.
Escribe a continuación tu respuesta.”
Ella miró directamente a la parte frontal de la patata que tenía por cabeza y lentamente fue sacando un bolígrafo de su pequeño bolso color rosa de niña pija.
“NO”.
“Pero, ¿por qué?”, escribió él.
“Porque eres una patata de mierda”.
Puede que aquel chico tuviera una patata por cabeza pero dentro de su pecho latía débilmente un corazón obstruido por el colesterol como el del resto de personas.
Y corrió lejos de allí, lejos, muy lejos, movido por un impulso que ni él mismo podía controlar. Parecía que era otro el que corría dentro suyo, el que le guió hasta aquellos huertos a las afueras de la ciudad. Aquellos huertos donde crecían cientos de miles de patatas bajo sus pies. Fue en ese momento cuando lo entendió todo el chico que tenía una patata por cabeza. Cavó un hoyo con sus propias manos hasta que pudo caber de pie dentro. Se enterró por completo dejando sólo fuera su cabeza-patata. Y los días pasaron, y las lluvias, y más días. Y aquella patata se hizo grande y hermosa como todas las demás patatas de su alrededor. Y llegó el labrador, ese hombre cejijunto y maloliente pero sabio de algún modo, y arrancó la patata que antes hubo sido cabeza de un chico para meterla en un saco junto a otras patatas como ella. Así llegó a algún mercado en alguna parte y quién sabe si quizá no acabó siendo parte de una tortilla o un plato combinado... Eso poco importa. Lo verdaderamente importante es que el chico que tenía una patata por cabeza encontró su redención.
Esta es la historia de ese chico tal y como él mismo me la contó.